-¡Señor trenista! ¡Detenga el movimiento! Aquí me apeo.- El tren chirrió con energía hasta detenerse. La puerta se abrió y él salió. El vagón quedo vacío, muerto. El tren se alejó cabizbajo. Él llevaba consigo el bidón de gasolina. Buscó un tramo de alambrada destrozado por donde se podía entrar sin dificultad. La gran explanada se extendía ante él. Las filas y filas de coches producían en sus pupilas un efecto óptico que le asustaba. En el otro extremo, entre coches y oscuridad, se movía una luz, como paseando.
El guardia de seguridad se abalanzó sobre él. Consiguió zafarse y le arreó un bidonazo en la cabeza que le dejó tendido en el suelo, junto a las imponentes llamas que consumían los lujosos utilitarios, y junto al bidón del que manaba la poca gasolina que quedaba. No se supo más.
Un guardia de seguridad murió calcinado entre cientos de coches en un incendio provocado.
El guardia de seguridad se abalanzó sobre él. Consiguió zafarse y le arreó un bidonazo en la cabeza que le dejó tendido en el suelo, junto a las imponentes llamas que consumían los lujosos utilitarios, y junto al bidón del que manaba la poca gasolina que quedaba. No se supo más.
Un guardia de seguridad murió calcinado entre cientos de coches en un incendio provocado.
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