La luz de las farolas se refleja sobre el cemento liso y mojado, como muchos amaneceres sobre el mar, con distintos amarillos y blancos. Y naranjas. El tren, por dentro, es como siempre: asientos, conversaciones más o menos banales, periódicos, alguna cabezada, calor. Las ventanas muestran una estampa distinta: humedad, bienestar, refugio entre cabellos mojados. Todo tras unas rejas misteriosas que se hacen visibles al pasar por alguna estación iluminada; lineas diagonales de gotas minúsculas, frágiles ante la velocidad del vagón.
Rondando un ruido genérico que habla de tiendas, de coches o de estética. Algún silencioso lector parece querer romper la armonía de la monotonía, adaptándose al día oscuro del invierno que aún perdura, al ambiente de lluvia, a lo que la realidad del momento demanda.
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